La convocatoria de los Estados Generales en 1789 costituye uno de los acontecimientos más trascendentales de la historia moderna europea. Este evento no fue simplemente una asamblea política más, sino el catalizador que desencadenaría el proceso revolucionario más importante del siglo XVIII, cuyas consecuencias transformarían radicalmente no solo Francia, sino toda Europa.
Para comprender la magnitud de este acontecimiento, debemos trasladarnos a la Francia de finales del siglo XVIII, un país que, a pesar de su apariencia de esplendor y grandeza bajo el reinado de Luis XVI, se encontraba inmerso en una profunda crisis estructural. El absolutismo monárquico, que había alcanzado su máximo esplendor con Luis XIV, comenzaba a mostrar signos evidentes de agotamiento.
La Francia pre-revolucionaria: un polvorín a punto de estallar
Crisis financiera y fiscal
La situación económica de Francia en la década de 1780 era extremadamente precaria. El país arrastraba una deuda pública desorbitada, principalmente derivada de las costosas guerras en las que había participado durante el siglo XVIII, especialmente la Guerra de los Siete Años (1756-1763) y la intervención francesa en la Guerra de Independencia de Estados Unidos (1775-1783). Esta última, aunque supuso una victoria estratégica frente a Inglaterra, agravó considerablemente el deficit del Estado.
Las arcas reales se encontraban prácticamente vacías, y el sistema fiscal, profundamente injusto y anacrónico, era incapaz de generar los recursos necesarios para hacer frente a esta situación. El problema fundamental residía en que, aunque Francia era un país comparativamente rico, su sistema tributario presentaba enormes desequilibrios:
- La nobleza y el clero, que poseían aproximadamente el 40% de las tierras del país, estaban practicamente exentos de impuestos.
- El Tercer Estado (burguesía, campesinos y clases populares urbanas), que representaba al 98% de la población, soportaba casi toda la carga fiscal.
Varios controladores generales de finanzas (ministros de Hacienda) intentaron acometer reformas para paliar esta situación. Turgot (1774-1776), Necker (1777-1781), Calonne (1783-1787) y Brienne (1787-1788) propusieron diferentes medidas, pero todos fracasaron ante la resistencia de los estamentos privilegiados.
Crisis social y tensiones de clase
La sociedad francesa seguía organizada según el modelo estamental medieval, dividida en tres órdenes o estados:
- El Primer Estado: el clero, con unos 130.000 miembros.
- El Segundo Estado: la nobleza, que contaba con aproximadamente 350.000 personas.
- El Tercer Estado: el resto de la población (aproximadamente 25 millones de personas), que incluía desde ricos burgueses hasta campesinos miserables.
Esta estructura social rígida resultaba cada vez más inaceptable para muchos sectores, especialmente para la burguesía emergente, que a pesar de su creciente poder económico, se veía excluida de los privilegios políticos y sociales. Las ideas de la Ilustración habían penetrado profundamente en estos grupos, que cuestionaban los fundamentos del Antiguo Régimen.
Por otra parte, la situación del campesinado era extremadamente difícil. Además de los impuestos reales, debían hacer frente a los derechos feudales, el diezmo eclesiástico y otras cargas. La crisis agrícola que afectó a Francia en 1788-1789, con malas cosechas y subidas del precio del pan, acentuó el malestar popular y generó motines por todo el país.
Crisis política e institucional
El sistema político francés se caracterizaba por un absolutismo monárquico que, a diferencia del inglés, no había evolucionado hacia formas más representativas. Sin embargo, existían determinadas instituciones que, en teoría, podían limitar el poder real, como los Parlamentos (tribunales superiores de justicia).
Los intentos de reforma fiscal chocaron repetidamente con la oposición de estos Parlamentos, especialmente el de París, que se negaron a registrar los edictos reales que pretendían imponer nuevos tributos a la nobleza y el clero. Aunque los Parlamentos actuaban en defensa de sus intereses como clase privilegiada, se presentaban como defensores de las «leyes fundamentales del reino» y comenzaron a exigir la convocatoria de los Estados Generales como único órgano con capacidad para aprobar nuevos impuestos.

El camino hacia la convocatoria
Los Estados Generales: una institución dormida
Los Estados Generales eran una asamblea representativa de los tres estamentos que conformaban la sociedad francesa. A diferencia de otros países europeos que habían desarrollado instituciones parlamentarias activas (como Inglaterra), en Francia esta institución había caído en desuso. La última vez que se habían reunido fue en 1614, ¡175 años antes!
Durante el apogeo del absolutismo, los monarcas franceses habían prescindido completamente de esta institución, gobernando sin necesidad de consultar a los representantes de la nación. Sin embargo, la grave crisis que atravesaba el país en la década de 1780 haría inevitable su convocatoria.
El fracaso de las reformas y la Asamblea de Notables
En 1787, ante la imposibilidad de seguir aumentando la presión fiscal sobre el Tercer Estado, el controlador general de finanzas, Charles Alexandre de Calonne, presentó un ambicioso plan de reformas que incluía un impuesto territorial que afectaría a todos los propietarios, sin exenciones por privilegios estamentales.
Consciente de que los Parlamentos se opondrían, Calonne convenció a Luis XVI para convocar una Asamblea de Notables, compuesta por miembros seleccionados de la nobleza, el clero y altos funcionarios. Para sorpresa del ministro, esta asamblea rechazó también sus propuestas y exigió conocer el estado real de las finanzas del reino.
Calonne fue destituido y sustituido por Loménie de Brienne, arzobispo de Toulouse, quien intentó aplicar reformas similares con idéntico resultado. La resistencia de los privilegiados se intensificó, y los Parlamentos, especialmente el de París, se negaron a registrar los edictos reales.
El pulso entre la corona y los Parlamentos alcanzó su punto álgido en 1788. Luis XVI intentó imponer su autoridad mediante un lit de justice (sesión solemne donde el rey imponía su voluntad), pero los Parlamentos se rebelaron abiertamente. El monarca ordenó entonces el arresto de varios magistrados, lo que provocó una crisis constitucional.
La decisión inevitable: convocar los Estados Generales
La situación se volvió insostenible cuando, en agosto de 1788, el gobierno se vio obligado a declarar la bancarrota parcial del Estado y a anunciar la suspensión de pagos. La presión de los Parlamentos, de la opinión pública ilustrada y de las protestas populares confluyeron en una única solución posible: la convocatoria de los Estados Generales.
El 8 de agosto de 1788, Luis XVI anunció oficialmente que los Estados Generales serían convocados para mayo de 1789. Ante la falta de precedentes recientes, se plantearon numerosas cuestiones sobre su organización y funcionamiento:
- ¿Cómo debían elegirse los representantes?
- ¿Cuántos diputados correspondería a cada estamento?
- Y lo más importante: ¿se votaría por estamentos (cada estado un voto) o por cabezas (cada diputado un voto)?
Para resolver estas cuestiones, en septiembre de 1788 se volvió a convocar la Asamblea de Notables, pero no logró alcanzar un acuerdo. Finalmente, el 27 de diciembre de 1788, bajo la influencia de Necker (que había vuelto al gobierno), el Consejo Real tomó una decisión trascendental: duplicar el número de representantes del Tercer Estado, de modo que tendría tantos diputados como el clero y la nobleza juntos.
Esta decisión era fundamental, pero dejaba sin resolver la cuestión crucial del sistema de votación: ¿por órdenes o por cabezas? El gobierno optó por no pronunciarse al respecto, dejando que fuesen los propios Estados Generales quienes lo determinaran una vez reunidos. Esta ambigüedad sería una de las causas directas del posterior conflicto.
Los cuadernos de quejas y la elección de diputados
La convocatoria oficial de los Estados Generales se produjo el 24 de enero de 1789, fijando su apertura para el 5 de mayo en Versalles. El proceso electoral que se puso en marcha fue extremadamente complejo y varió según los estamentos.
Una de las características más importantes de este proceso fue la redacción de los cahiers de doléances (cuadernos de quejas), documentos donde las diferentes asambleas electorales recogían sus reivindicaciones y propuestas.
Los cuadernos de quejas: la voz de una nación
La elaboración de los cahiers de doléances constituye uno de los fenómenos políticos más interesantes de este periodo. Miles de comunidades por toda Francia, desde parroquias rurales hasta corporaciones urbanas, redactaron documentos exponiendo sus quejas y demandas. Estos textos nos ofrecen un retrato excepcional de la Francia de 1789.
Aunque existían diferencias según las regiones y los estamentos, podem destacar algunas reclamaciones comunes:
- Regularlidad en la convocatoria de los Estados Generales
- Establecimiento de una constitución que limitara el poder real
- Igualdad fiscal
- Abolición de los derechos feudales
- Mejora de la administración de justicia
- Libertad económica
Es importante señalar que, en general, estos cuadernos no cuestionaban la monarquía como forma de gobierno, sino que buscaban su reforma. La revolución que se avecinaba no estaba, en principio, en la mente de la mayoría de los franceses.
El proceso electoral: la movilización política de Francia
El proceso electoral para designar a los diputados fue distinto para cada estamento:
- Para el clero, el proceso fue relativamente simple: cada circunscripción eclesiástica eligió sus representantes en asamblea.
- Para la nobleza, la elección se realizó en asambleas nobiliarias por bailías y senescalías.
- Para el Tercer Estado, el sistema fue mucho más complejo y de varios grados: en las ciudades y pueblos se celebraron asambleas primarias que eligieron representantes para asambleas de bailía o senescalía, que a su vez eligieron a los diputados para los Estados Generales.
Este proceso electoral, aunque con limitaciones evidentes desde nuestra perspectiva actual, supuso una movilización política sin precedentes en Francia. Cientos de miles de personas participaron en él, generando un clima de expectación y esperanza en todo el país.
Los diputados: un nuevo tipo de representante político
La elección de los diputados muestra ya algunos cambios significativos respecto a los Estados Generales de 1614. De los 1.201 diputados elegidos (291 del clero, 270 de la nobleza y 640 del Tercer Estado), muchos presentaban un perfil renovador:
- En el clero, junto a los obispos aristocráticos, abundaban los párrocos rurales (208 de los 291), más cercanos a las preocupaciones populares.
- En la nobleza, aunque predominaba la aristocracia tradicional, aparecían también representantes de ideas liberales, como el marqués de Lafayette, héroe de la Guerra de Independencia americana.
- En el Tercer Estado, la mayoría de los diputados eran juristas (abogados, jueces, notarios), mientras que los comerciantes y artesanos tenían escasa presencia. Los campesinos, que representaban el 80% de la población, no contaban con ningún representante directo.
Entre los diputados del Tercer Estado destacarían figuras como Emmanuel Sieyès, autor del influyente panfleto «¿Qué es el Tercer Estado?», o Maximilien Robespierre, un oscuro abogado de Arras que posteriormente se convertiría en uno de los líderes más radicales de la Revolución.

La apertura de los Estados Generales: ceremonial y tensiones
La gran procesión: un último resplandor del Antiguo Régimen
El 4 de mayo de 1789, víspera de la apertura oficial, se celebró en Versalles una solemne procesión con todos los diputados. Este ritual, que reproducia el protocolo de 1614, expresaba simbólicamente la jerarquía tradicional: los diputados del Tercer Estado, vestidos de negro, marchaban en último lugar, mientras que la nobleza y el alto clero lucían trajes resplandecientes.
Esta ceremonia, que pretendía impresionar con la grandeza de la monarquía, produjo sensaciones encontradas. Para muchos observadores, supuso el último resplandor del Antiguo Régimen, un mundo que estaba a punto de desaparecer.
La sesión inaugural: discursos y decepciones
El 5 de mayo se celebró la sesión inaugural en la Sala de los Menus Plaisirs del palacio de Versalles. Los 1.201 diputados se reunieron ante el rey Luis XVI, quien pronunció un breve discurso en el que evitó cualquier mención a reformas profundas.
A continuación intervinieron el guardasellos Barentin y el ministro de Hacienda Necker. Este último defraudó las expectativas con un tedioso discurso de tres horas centrado en cuestiones técnicas financieras, sin abordar las cuestiones constitucionales que preocupaban a los representantes del Tercer Estado.
Lo más desalentador para muchos diputados fue comprobar que la cuestión fundamental del sistema de votación (por órdenes o por cabezas) seguía sin resolverse. El gobierno dejaba esta decisión a los propios Estados Generales, lo que equivalía a aplazar el conflicto.
La transformación revolucionaria: de los Estados Generales a la Asamblea Nacional
El bloqueo inicial y la estrategia del Tercer Estado
Tras la sesión inaugural, los tres estamentos se separaron para verificar los poderes de sus diputados, como paso previo a la constitución formal de la asamblea. Lo que debía ser un mero trámite se convirtió en el primer conflicto revolucionario.
Los representantes del Tercer Estado, liderados por figuras como Sieyès y Mirabeau, se negaron a constituirse como cámara separada y exigieron una verificación conjunta de los poderes de todos los diputados. Esta estrategia buscaba forzar la votación por cabezas, que, gracias a la duplicación de sus representantes y al previsible apoyo de algunos miembros liberales del clero y la nobleza, les daría la mayoría.
Durante seis semanas se produjo un completo bloqueo. Mientras la nobleza y parte del clero se constituían como cámaras separadas, el Tercer Estado se mantenía firme en su posición, celebrando sesiones en las que invitaba a los otros dos estamentos a unirse a ellos.
El giro revolucionario: la Asamblea Nacional
El 10 de junio, tras comprobar que las negociacione no progresaban, Sieyès propuso dar un paso decisivo: invitar una última vez a los miembros de los otros estamentos y, en caso de que no acudieran, proceder a verificar los poderes de todos los diputados, presentes o no.
Finalmente, el 17 de junio de 1789, el Tercer Estado, junto con algunos clerigos que se habían sumado a ellos, dio un paso histórico: se autoproclamó Asamblea Nacional y declaró que solo esta asamblea representaba a la nación francesa. Este acto, aparentemente formal, constituía una auténtica revolución política, pues suponía el fin del sistema estamental y el principio de la soberanía nacional.
La reacción de Luis XVI fue ordenar el cierre de la sala donde se reunía el Tercer Estado, con el pretexto de preparar una «sesión real». Al encontrar cerradas las puertas de su sala habitual el 20 de junio, los diputados se trasladaron a una cercana pista de juego de pelota, donde tuvo lugar uno de los episodios más célebres de la Revolución Francesa.
El Juramento del Juego de Pelota: nacimiento de la soberanía nacional
El 20 de junio de 1789, reunidos en la sala del Juego de Pelota, los diputados del Tercer Estado, junto con algunos representantes del clero, realizaron un solemne juramento: no separarse hasta haber dado una constitución a Francia. El Juramento del Juego de Pelota, inmortalizado por el pintor Jacques-Louis David, representa uno de los momentos fundacionales de la política moderna.
Este acto desafiaba directamente la autoridad real y proclamaba un principio revolucionario: la soberanía no residía ya en el monarca, sino en la nación, representada por sus diputados. La convocatoria de los Estados Generales, que Luis XVI había autorizado como último recurso para resolver la crisis financiera, acababa de transformarse en el inicio de una revolución que cambiaría Francia y el mundo.

Consecuencias inmediatas: el camino hacia la Revolución
El 23 de junio, Luis XVI celebró su anunciada «sesión real», en la que anuló todas las decisiones tomadas por el Tercer Estado e impuso un programa de reformas limitadas. Tras su discurso, ordenó a los diputados que se separaran y deliberaran por estamentos. Su célebre frase «Ustedes han oído, señores, las intenciones que he manifestado; que se retiren», fue respondida por el presidente de la Asamblea, Bailly, con otra no menos histórica: «La Asamblea Nacional solo puede levantarse por la fuerza».
El momento decisivo llegó cuando el marqués de Dreux-Brézé, maestro de ceremonias, insistió en que los diputados abandonaran la sala. Entonces, el conde de Mirabeau pronunció su famosa respuesta: «Vaya a decir a quienes le han enviado que estamos aquí por la voluntad del pueblo y que solo nos sacarán por la fuerza de las bayonetas».
Luis XVI, ante la firmeza de la Asamblea y el creciente descontento popular, rectificó su postura. El 27 de junio, ordenó a la nobleza y al clero que se unieran a la Asamblea Nacional, que pasaría a denominarse Asamblea Nacional Constituyente. La revolución política estaba en marcha, aunque aún faltaba su confirmación por las armas.
Esta llegaría el 14 de julio de 1789, cuando el pueblo de París, temiendo un golpe de fuerza del rey (que había concentrado tropas alrededor de la capital), asaltó la Bastilla, antigua prisión real convertida en símbolo del despotismo. Este acontecimiento marcó el inicio de la fase popular y violenta de la Revolución Francesa.
Reflexiones finales: significado histórico de la convocatoria de los Estados Generales
La convocatoria de los Estados Generales de 1789 representa uno de esos momentos cruciales en los que la historia parece acelerar su curso. Lo que comenzó como un intento de resolver una crisis financiera mediante mecanismos institucionales del Antiguo Régimen acabó desencadenando un proceso revolucionario que transformaría los fundamentos políticos, sociales y culturales, no solo de Francia, sino de toda Europa.
Las causas que llevaron a este desenlace son complejas y entrelazadas. La crisis financiera actuó como detonante, pero fue la crisis de legitimidad del sistema absolutista, en un contexto de difusión de las ideas ilustradas, lo que explica la rápida radicalización del proceso.
En apenas dos meses, desde mayo a julio de 1789, se pasó de una monarquía absoluta a una monarquía constitucional, y se sentaron las bases para transformaciones aún más profundas. El sistema estamental, base de la organización social durante siglos, se derrumbó, dando paso a una sociedad basada, al menos teóricamente, en la igualdad de derechos.
Los Estados Generales nunca llegaron a funcionar como tales. Su convocatoria sirvió, paradójicamente, para certificar la muerte del sistema político que pretendían reformar. Sin embargo, su legado es inmenso: la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente el 26 de agosto de 1789, establecería los principios fundamentales de la política moderna.
Quizás el mayor significado histórico de estos acontecimientos resida en la proclamación del principio de soberanía nacional. Por primera vez, un cuerpo representativo se atrevía a afirmar que la legitimidad política no emanaba de la tradición o del derecho divino, sino de la voluntad de la nación. Este principio, revolucionario en 1789, constituye hoy el fundamento de nuestros sistemas democráticos.
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